lunes, 19 de agosto de 2013

Cuando la LFP pudo ser la Bundesliga (pero nadie quiso)

Esta semana el CSD publicaba que los clubes de Primera División debían a Hacienda más de 475 millones de euros al finalizar la campaña 2010/2011. Siendo el dato tremendamente preocupante, más aún en los tiempos que estamos viviendo, lo que quizás genere más indignación es pensar que todo esto pudo haberse evitado hace 18 años.
El 28 de abril de 1995 se publicaba en el BOE el Real Decreto 449/1995, de 24 de marzo, una normativa extraordinariamente bien pensada que debería servir para culminar el proceso de profesionalización en la gestión de las entidades deportivas españolas que se había iniciado con la Ley del Deporte de 1990 y la Ley de Sociedades Anónimas Deportivas de1991, a las que venía a completar con la inclusión en su articulado de varias exigencias económicas que deberían cumplir las SAD (y los clubes eximidos de conversión) para poder participar en las ligas profesionales del país. Básicamente, se trataba de quelos clubes tendrían un mes desde el comienzo oficial de la temporada para acreditar ante la Liga correspondiente que estaban al día con Hacienda y la Seguridad Social, que sus cuentas del ejercicio anterior habían sido auditadas y que los miembros de sus Consejos de Administración avalaban personalmente una parte del presupuesto previsto para la campaña que acababa de arrancar. Si en esos treinta días de plazo un club no lograba presentar los documentos necesarios, la Liga no podría aceptar su inscripción aunque reuniera los requisitos deportivos necesarios para competir. Nada fuera de la lógica; de hecho, un control similar es el que se aplica actualmente con notable éxito en Alemania.
Teóricamente el texto se había elaborado con la participación de los agentes implicados, es decir, de los clubes y ligas profesionales existentes por aquel entonces en España, aunque a nadie se le escapaba que todo este proceso legislativo iba dirigido a intentar que el fútbol patrio se condujera por la senda de la coherencia y rentabilidad económica, para evitar los disparates que habían “obligado” al Estado a rescatarlo en 1990. Pero fueron precisamente los clubes de fútbol quienes no tardaron ni cuatro meses en hacer saltar por los aires la nueva norma y todas las buenas intenciones que encerraba. Previendo que habría algún equipo que no cumpliría con el plazo (el Real Madrid, que entonces presidía Ramón Mendoza, estuvo bastante cerca de no llegar a tiempo), la noche del 31 de julio de 1995 varios clubes incluso desplazaron notarios a la sede de la LFP para que certificaran que la documentación exigida llegaba (o no) en tiempo y forma. A las 00:00 horas del  1 de agosto de 1995, la primera fecha límite impuesta por la ley, ni los dirigentes del R.C. Celta de Vigo ni los del Sevilla F.C. habían presentado los avales que debían cubrir el 5% del presupuesto de gastos estimado por los clubes para la temporada 1995/96: 45 millones de pesetas los vigueses, 85 millones los hispalenses; cantidades aparentemente irrisorias para las que se movían en el fútbol pero que acabaron generando todo un tsunami. Ante la falta de esos avales, la LFP anunciaba la no inscripción de ambos clubes y, al mismo tiempo, la repesca para la máxima categoría de Real Valladolid y Albacete Balompié, descendidos deportivamente a Segunda División pero que sí habían presentado todo a tiempo. Leganés y Getafe podrían inscribirse en Segunda si cumplían los requisitos exigidos y Celta y Sevilla jugarían en Segunda División B (con la particularidad de que los de Nervión mantendrían su plaza europea, aunque no podrían contar con futbolistas extranjeros en su plantilla).
Al instante estalló la polémica. Los aficionados de los dos equipos descendidos, que se veían obligados así a competir fuera del fútbol profesional, salieron a las calles de sus ciudades para, en un primer momento de lucidez, arremeter contra los dirigentes y propietarios de sus clubes, que habían sido incapaces de encontrar el aval bancario necesario. Desde el Celta, su presidente Horacio Gómez se apresuraba a manifestar que todo se debía a un error humano: al parecer, alguien se había equivocado y había remitido a la LFP un aval correspondiente al presupuesto de la temporada anterior, en vez del de la 95/96, que era el que realmente exigía la ley. Desde el Sevilla, con su vicepresidente y encargado de asuntos jurídicos José María del Nido ilocalizable por encontrarse de vacaciones en Eurodisney, se limitaban a decir que tenían depositado en la LFP un aval de 1992 que cubría cinco ejercicios, a pesar de que la nueva normativa hablaba claramente de que los avales que se exigían para la inscripción debían ser anuales y referidos cuantitativamente al presupuesto del ejercicio siguiente. Dos días después, tanto Celta como Sevilla presentaron los avales requeridos, otorgados por Santander y Barclays y fechados el 31 de julio. Para los directivos de la LFP esos avales no eran válidos por haberse presentado fuera de plazo y la ley no dejaba más opción que impedir la inscripción; para los dirigentes de los clubes y sus aficionados la fecha de los avales era lo más importante y la decisión de la LFP era poco menos que una cacicada improcedente.
José María del Nido pasó a dirigir las operaciones (en esos turbulentos días incluso se convirtió en presidente interino del Sevilla por la dimisión de Luis Cuervas) y tanto él como otros juristas afirmaban que la Ley de Procedimiento Administrativo amparaba a Sevilla y Celta, pues esa norma obliga a conceder un plazo de 10 días adicionales para subsanar errores de forma en los trámites burocráticos: según su punto de vista, la LFP se había precipitado al anunciar los descensos (y ascensos) porque, dado que tanto Sevilla como Celta habían presentado una documentación incorrecta, debía concedérseles ese plazo adicional para corregir los errores antes de tomar ninguna decisión. Para entonces todo había salido ya del ámbito estrictamente futbolístico para inundar los círculos políticos del máximo nivel. El 4 de agosto, con las protestas de los aficionados en pleno apogeo, Alfredo Pérez Rubalcaba, entonces Ministro de Presidencia del gobierno de Felipe González, sentó la postura oficial del ejecutivo en la rueda de prensa posterior al Consejo de Ministros: que no se sancione a las aficiones, dijo, dando a entender que el clamor popular que pedía que se castigara a los dirigentes pero no a los clubes había calado en un gobierno que se tambaleaba por la corrupción y el caso GAL, y que lo último que necesitaba en esos convulsos días era cuatro ciudades en pie de guerra por un quítame allá esos avales.  
El Secretario de Estado para el Deporte y a la sazón presidente del Consejo Superior de Deportes, Rafael Cortés Elvira, principal impulsor de la norma y responsable, según se dejaba caer desde la LFP que presidía Antonio Baró, de que la ley se aplicara con el máximo rigor desde el minuto uno para dar ejemplo, denunció públicamente las presiones que recibía para revocar la decisión de la Liga. Se produjeron manifestaciones multitudinarias en Vigo, Sevilla (hasta 40.000 personas llegó a reunir el Sevilla en una marcha de protesta), Albacete y Valladolid, hubo peñistas que se declararon en huelga de hambre y las llamadas y declaraciones de políticos locales y presidentes autonómicos exigiendo una rectificación al CSD cobraron tintes casi berlanguianos. Manuel Fraga (Galicia, PP) y Manuel Chaves (Andalucía, PSOE) llamaban a Cortés Elvira para pedirle que hiciera todo lo posible por revertir la situación; Juan José Lucas (Castilla y León, PP) y José Bono (Castilla-La Mancha, PSOE), le exigían que se mantuviera firme, cada uno a su manera: el Secretario de Estado agradeció públicamente la postura conciliadora de Chaves y Lucas, lo que, por omisión, no dejaba precisamente en buen lugar a Fraga y Bono.
En todo caso, legalmente el CSD poco podía hacer. Lo sucedido, al tratarse de la aplicación de una ley, sólo era recurrible ante los tribunales ordinarios y, como mucho, el CSD sólo podía sugerir a la LFP que reconsiderara su decisión. Es decir, que los clubes afectados podían acudir a la Justicia si entendían que la LFP había cometido alguna irregularidad al aplicar la ley, o bien intentar ponerse de acuerdo en el seno de la propia LFP para buscar una solución al conflicto. Una vez recibidas las alegaciones de todas las partes implicadas, el CSD se inhibió y devolvió la pelota a la LFP, que convocó una asamblea extraordinaria para tratar el asunto. Habían pasado ya diez días y la solución que sonaba con más fuerza era la sugerida por el propio CSD: olvidar el desliz e inscribir a Sevilla y Celta en Primera División sin mandar de nuevo a Segunda a Valladolid y Albacete, formándose así una liga de 22 equipos que no convencía ni a técnicos ni a futbolistas, ni tampoco a UEFA y FIFA, firmes partidarios por aquel entonces de la reducción de los campeonatos nacionales a 18 equipos.
El 16 de agosto, a sólo dos semanas de empezar la competición, en una esperpéntica reunión televisada y con cuatro mil aficionados manifestándose a las puertas de la sede, la asamblea de la LFP decidía por aclamación, sin ni siquiera votar la propuesta, crear una Primera División de 22 equipos que se mantendría dos temporadas (nada se dijo entonces de qué pasaría con la Segunda División cuando hubiera que ajustar la máxima categoría a 20 equipos, y 18 años después aún esperamos la respuesta). Algunos equipos (Athletic o Villarreal, entre otros) manifestaron su disconformidad tanto con la decisión final como con todo el proceso, pero la “solidaridad” entre clubes acabó imponiéndose. La RFEF, a quien el nuevo calendario dejaba sin tres partidos de la Selección en una temporada de Eurocopa, también se posicionó inicialmente en contra, pero al final se vio obligada a transigir con la solución menos mala de todas cuantas se podían plantear, dada la pésima gestión de la crisis que se había hecho tanto desde la LFP como desde los órganos políticos. Algunas voces se preguntaron, no sin razón, que si se daba marcha atrás a esos descensos administrativos y se creaba una Liga de 22 equipos nada podría evitar que en el futuro dicho número se ampliara cada vez que algún club incumpliera la normativa vigente. La solución a esa incógnita, sin embargo, resultó bastante sencilla: al existir la peculiar convicción de que la ley castigaba con demasiada dureza a los aficionados de los equipos (perdón, Sociedades Anónimas Deportivas) que la incumplían, dejándoles sin poder ver a su equipo en el fútbol profesional, se llegó a la lógica conclusión de que había que cambiar esa norma para que las penas se impusieran sólo a los dirigentes responsables de las irregularidades y no a las entidades que dirigían.
Así las cosas, el golpe de gracia al intento de racionalizar la gestión económica de las SAD lo daría el gobierno de José María Aznar para evitar un nuevo estallido social en su primer verano de mandato. El 27 de julio de 1996, apenas cuatro días antes de que venciera un nuevo plazo de presentación de documentación, se publicó en el BOE el Real Decreto 1846/1996 que eliminaba de un plumazo absolutamente todas las exigencias económicas a las Sociedades Anónimas Deportivas. Ni obligación de estar al día con Hacienda y Seguridad Social, ni aval del presupuesto, ni cuentas auditadas: desde 1996, para poder inscribirse en una liga profesional sólo hay que ser SAD (o convertirse, según el caso) y no tener reclamaciones de jugadores o exjugadores por impago de salario. Y por todo esto, entre otras razones (como el mercadeo que trajo la resolución del “caso Bosman” o el boom de los derechos televisivos), hace unos días el CSD publicaba que los clubes de Primera División debían a Hacienda más de 475 millones de euros al finalizar la campaña 2010/2011. Hace 18 años se pudo haber evitado: pudimos ser lo que hoy es la Bundesliga, pero al final nadie quiso.
FUENTESapinsn

1 comentario:

Anónimo dijo...

Joder chavales no seais cabrones, nosotros aqui con el mono de leer el magazine, y vosotros diciendo por twitter lo guapo que esta.Un poco de respeto a nuestra drogodependencia, no? A ver si moveis rapido la merca, y esta semana podemos ir a pillarla.